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Top Jevita: Mis 10 videos de belleza favoritos en YouTube

Advertencia: Éste es un post jevita. Si te parece lo más aburrido del mundo que alguien te enseñe cómo convertir una camisa de hombre en un vestido, por favor, regresa el sábado, cuando tendremos Serendipity. ¡Gracias por tu paciencia!

Ando en una onda de autoaceptación de todas las partes de mí misma (son unas cuantas) y por eso, a partir de hoy, un jueves de cada mes estará dedicado a la frivolidad. A lo superficial, a lo banal, al fast food cultural y a todas las cosas que tradicionalmente le han sido asignadas al género femenino por la sociedad occidental. El color rosa, el maquillaje, los tacones y las chick flicks. Como parte de mi ejercicio de libertad personal, creo que elegir conscientemente estas cosas me hace también libre. La sección se llama Top Jevita y éste es el primer post.

Todos tenemos nuestros placeres culposos. Uno de los míos es ver videos de belleza en YouTube. Hay tutoriales de todo lo que se puedan imaginar, y es como un vórtex que te succiona el alma y el tiempo. Sin embargo, a través de esos videos he aprendido algunas cosas interesantes y muy útiles, como que ser mujer puede ser muy divertido. Acá, mis diez favoritos, con los consejos más esenciales que puede necesitar una jevita.

Foto de Sophe89, bajo licencia CC BY-ND 2.0 en Flickr

Si tienes mucho tiempo libre, puedes ver la lista completa en YouTube (dura 49:50 minutos). También, si conoces videos con tips que quieras compartir, me gustaría mucho que los dejaras en los comentarios.

 

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Acción de gracias para sustituir las quejas

Hoy amanecí quejándome y con el corazón aguarapao. Es uno de esos días en que los retos que uno se plantea lo sobrepasan, y en los que duele no tener cerca a la gente más importante en tu vida para que te tomen de la mano y te digan que todo va a estar bien.

Ya sé que San Valentín es una fecha estúpida inventada por las corporaciones para vender chocolates y peluches al triple de lo que valen. Pero después de año y medio de una relación a distancia que sólo puede sostenerse porque es el fucking amor de tu vida, a uno se le aguan los ojos rapidito cuando resulta que no es tan fácil hacer esas tres horas de viaje para estar juntos en los momentos importantes (en las fechas inventadas por las corporaciones, o los días que uno se sube a un escenario para hacer algo que nunca ha hecho antes).

Total, que a pesar de los ojos aguados, los años van pasando y uno gana miligramos de sabiduría, y aprende a respirar profundo y a aprovechar el día para agradecer las bendiciones que ha recibido sin merecérselas.

Haber conocido a tu alma gemela a una edad demasiado temprana y haber sobrevivido a tanta estupidez.

Tener una familia de locos que te proporcionan apoyo y amor incondicional, aunque no siempre te comprendan.

Haber hallado el trabajo perfecto tan pronto, aunque uno no pueda comprarse casa ni escalafón, pero que te den ganas de ir a trabajar por las mañanas.

Mis escasos y geniales amigos cercanos, mis no tan escasos y geniales amigos en la distancia, y mis cientos de amigos imaginarios que me acompañan, me dan ánimos, me recomiendan libros, me leen este tipo de melodramas y me apoyan todos los días.

Mis libros, aunque al releerlos me diga que pude haberlo hecho mejor, y aunque en el fondo no esté segura de si realmente podré hacerlo mejor.

El Ávila por las mañanas. El café con leche. La risa de Luisana. La plaza Bolívar. Libros, música y películas,  y el concierto de Drexler el próximo viernes.

Yo. Sí, porque me tengo a mí misma, y eso es algo, ¿o no?

Tú, que me estás leyendo.

Respiro profundo, cuento hasta cien en reversa y me calmo, porque a fin de cuentas, la vida es la sucesión de los días que la forman: los hay buenos, los hay malos y los hay peores, y tener un par de constantes en las que sostenerse ya es más de lo que muchos pueden pedir.

 

Esta noche a las 7:00 p.m., si no me acobardo, estaré en el centro de Caracas participando en un Jam de escritura erótica. El local se llama «Chocolates con cariño» y está ubicado enfrente de Fogade, diagonal a la Plaza El Venezolano.

 

También: Si tienen Twitter, pueden seguirme: soy @mariannedh. Si les interesan mis divagaciones, pueden suscribirse para que las próximas entradas les lleguen por correo electrónico o por RSS.

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De Diosa Canales y mis contradicciones ideológicas

Me siento impulsada desde hace algunas semanas a poner en orden mis ideas y hacer una confesión: La verdad es que Diosa Canales no me cae tan mal como quisiera, o al menos, como una parte de mí siente que debería caerme.
Diosa Canales, en la foto con más ropa que pude encontrar

Mi Twitter y mi Facebook permanecen inundados de opiniones sobre el comportamiento y carrera artística de Diosa, por lo general negativos. Y yo, como feminista recalcitrante, a veces exagerada, no puedo sino sentir que mis propias opiniones van y vienen como una veleta.
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Margarita: Crónica de viaje, playa, premio, barquito y ferry.

La semana pasada, por fin, me tocó tomarme unos días de descanso frente al mar, en la siempre bella isla de Margarita. Como saben los que me ven con frecuencia, estaba insoportablemente cansada, clamando por unas olas que se llevaran mi estrés y mi agobio. El lunes llegamos a la isla, José Luis y yo, luego de un proceso de embarque espantoso en el horrible y kafkiano aeropuerto de Valencia (escribiré un cuento sobre él en algún momento, aunque no lo parezca, será sobre él) y un vuelo no tan malo (quizás porque era el vuelo que nos sacaba de ese aeropuerto horrible). La cosa empezaba bien, al menos. Ya el martes me sentía mejor, aunque el mar estaba bastante picado y yo no sé nadar, pero el hotel era agradable, la comida era buena, y el agua del mar cura todas las penas (miren, me salió en verso).

El miércoles recibí una llamada a eso de las nueve de la mañana. Me llamaba el equipo organizador de la I Bienal Nacional de Literatura Gustavo Pereira, para decirme que había ganado el premio en narrativa, con mi libro Historias de mujeres perversas. La premiación era el sábado, en Margarita, y nosotros teníamos un vuelo de regreso el viernes. Había problemas que debían ser resueltos. La gente de la bienal nos daba hospedaje, pero nosotros teníamos que resolver el traslado.

Pasamos el miércoles y el jueves en eso. Por supuesto, no hubo forma de cambiar el vuelo, y ya a última hora, tuvimos que decidir entre no ir a recibir el premio, o regresarnos el domingo en ferry. La cosa es que uno no recibe premios todos los días, ni siquiera todos los años, así que bueno, ferry será. Los detalles tortuosos del viaje larguísimo (salimos de Margarita el domingo a las 11 am, llegamos a Puerto La Cruz a las 3:30 pm, a Valencia a las 4:00 am del lunes, y a Caracas el martes a las 9:00 am, directo a la oficina) se los debo, porque tampoco la idea es matarlos del aburrimiento. El punto al que voy es éste:

A principios de este año, estaba haciendo un postgrado que me encantaba, pero que me estaba matando del cansancio y no me dejaba escribir. Un par de meses después tomaba la difícil decisión de renunciar, de entender que no podía hacerlo todo y elegir la literatura. Había dos libros taladrándome la cabeza y la paciencia; el primero de ellos, que terminé de escribir hace apenas unos meses, es Historias de mujeres perversas.

Los últimos meses, a pesar de haber recuperado cierta paz mental (la paz mental que da haber tomado una decisión definitiva, sea o no sea la correcta) me sumergí en la duda, las dudas que siempre me agobian con respecto a mi vocación. El temor de estar perdiendo mi tiempo, el miedo a la página que no está en blanco, sino con un montón de letras que no dibujan lo que quiero, el miedo, definitivo y categórico, a no tener el talento necesario para enfrentarme con tanta incertidumbre, con retos tan grandes como los que el presente y el futuro me plantean. Ahora, sin que se me haya inflado el ego por el logro (mi ego tiene pinchazos como los cauchos, y no permite que el aire se quede demasiado tiempo dentro), tengo un tótem: el barquito de madera que me dieron en la premiación, que me recuerda que escribir es algo serio, que hay posibilidades, esperanzas, pero sobre todo, que lo que cada quien tiene para contar nadie más puede contarlo.

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El día en que dejaron de gustarme los Snickers

Veía televisión con mi mamá (Discovery H&H, para completar la escena) cuando salió este comercial. La miré, me miró.
Creo que no hace falta explicar que me criaron para repudiar este tipo de cosas. Lo que quisiera saber es qué estaba pensando el «creativo» al que le pagaron para crear esto, el responsable que aprobó el concepto, los actores que participaron, todos. ¿»Te pones como nena»? ¿Se cae de la bicicleta porque es nena, reacciona mal porque es nena, o no puede hacer deportes porque es nena? Todavía mejor, después de comerse el Snicker está «mejor», vuelve a ser hombre. ¿Ser hombre es «mejor» que ser «nena»?
¿Ah, Snickers? ¿Ah?
Busqué en Google y resulta que no es sólo este comercial, sino que toda la campaña de Snickers está enfocada en esta misma visión atávica de la vida. Acá uno en inglés:

Ya lo sé, lamentablemente, la publicidad machista es lo que abunda, y si nos ponemos a hacer listas y a buscar ejemplos, no terminamos hoy. Pero no puedo permitirme mirar esto y no decir nada, no hacer que alguien lo vea, dejarlo pasar sin más. Porque me hará sentir que, algún día, lo veré y no sentiré nada, no significará nada, y entonces, eso querrá decir que me habré acostumbrado.
No tengo comentarios con respecto a esto, y sé que a Snickers, y a Mars en general, no le duele para nada haber perdido un cliente. Pero esta nena prefiere darle su dinero a marcas que le tengan un mínimo de respeto.

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Palabras

Wordle es una página que crea un gráfico personalizable, de lo más bonito, como el de arriba, con las palabras más utilizadas en cualquier texto o página web que ustedes quieran usar. Éste es el Wordle de mi blog (si hacen clic se ve más grande). Se parece bastante a una conversación conmigo, cosa de la que puede dar fe cualquiera que me conozca.

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Sobre renunciar

(Éste es uno de esos posts escritos en primera persona, de ésos que hacen notar que esto es un diario. Hago esta advertencia para que nadie se sienta defraudado luego de leer esta parrafada).

Cuando uno es extremadamente joven (nótese el extremadamente; yo sigo siendo muy joven) suele tener la extraña noción de que la vida es una suerte de buffet, donde uno se va sirviendo un poco de cada cosa, para probar. Uno quiere mantener las opciones abiertas; uno quiere, básicamente, hacerlo todo. Se es joven y se cree que el tiempo, las energías y los recursos son infinitos, no se quiere renunciar a nada.
Muchos hemos sido educados (por la sociedad, básicamente) para creer que la vida es una suerte de carrera de obstáculos. Logro tras logro; como decía Mafalda, que la vida, en vez de vida, es un escalafón. Se van conquistando metas, un título, un trabajo, un ascenso, una casa, un carro, un matrimonio, unos hijos. Renunciar a cualquiera de esas etapas es visto, por lo general, como un fracaso, y en el mejor de los casos, como un acto de hippismo extremo, un caso de desadaptación.
Pero el caso es que el ejercicio de la libertad es, asimismo, el constante ejercicio de la renuncia. Cada decisión que tomamos, incluso la más prosaica, lleva intrínseco un acto de abandono. Elegir almorzar pollo es, al mismo tiempo, renunciar a la idea de almorzar pescado. Elegir una ciudad, una casa, una carrera, un trabajo, una pareja. Elegir una opción; renunciar a las demás.
Ése, por otro lado, es un ejercicio que cuesta trabajo. Dejar de lado las posibilidades infinitas de nosotros mismos, replicados en otros tantos universos, aquéllos que habríamos sido de seguir otra carrera, de vivir en otra ciudad, de haber tomado aquel trabajo o haber dicho que no a aquel ascenso. Algunos nos aferramos a la idea de aquéllos que aún podríamos ser, o creemos ser malabaristas de circo, pretendiendo controlar tres o cuatro vidas al mismo tiempo.
En este último grupo me encuentro yo. Como algunos ya saben, yo soy abogada, gracias a la insistencia de mis padres en que me hiciera gente seria y sacara una carrera «larga» (una licenciatura), cosa que a fin de cuentas, debo terminar por agradecerles, pues me ha hecho la persona que soy. Yo, bohemia como siempre fui, quería estudiar artes, teatro, diseño gráfico en el mejor de los casos, y quería -siempre quise- escribir. Escribir, desde que tuve uso de razón (¿la tuve? no estoy tan segura) ha sido para mí como respirar. Pero la carrera seria, serísima, del Derecho, me hizo interesarme formalmente por cosas que siempre me interesaron, como la discriminación, la censura, esas cosas.
Trabajé tres años como abogada, y luego me ofrecieron la posibilidad de cambiar bruscamente de carrera y venirme a Caracas, ser editora, trabajar para una institución que he amado desde que aprendí a leer, hacer los libros que había en casa de mi madre cuando yo era pequeña. La acepté sin dudarlo, y no creo que nunca me arrepienta de ello. Desde que me mudé, sin embargo, la Susanita que hay dentro de mí, la que cree que la vida es un escalafón, me decía que debería hacer un posgrado, que tengo más de tres años de graduada. Me inscribí en la Central. Comencé el posgrado en Derechos Humanos (un tema que me apasiona profundamente, con profesores fascinantes además). Estaba extenuada. Llegaba a casa a cualquier hora, no leía, no escribía, no tenía tiempo de nada, siempre tenía sueño. Sólo tenía dos meses de haber comenzado el posgrado.
No escribía.
No escribía.
El sábado cumplí veintiséis años. No es que la fecha ni la cifra, en sí mismas, tengan mucho que ver. Acababa de terminar un intensivo (clases todos los días, de 4:30 a 7:30 pm). Llegaba a la casa a las 8, extenuada. Me salieron un par de canas. Y me hice una pregunta.
¿Dónde me veo en cuatro, cinco años? Pero, sobre todo ¿cómo me veo?
No me quedaba claro. Sé que quiero ser madre en algún momento. Sé que la mujer que me imaginé no era una mujer extenuada, con canas prematuras, que a las 2 am está frente a la computadora redactando una tesis, estresada, tensa, con sobredosis de café.
Y sin embargo, ésa es la mujer que soy en este momento, me dije.
La que me imagino, en mi cabeza, es una mujer feliz y relajada, alegre, una mujer de ésas de comercial de champú, que camina descalza por la grama, sonriendo. Sí, ya sé, eso sólo ocurre en la televisión, pero el tema es que se hagan una idea. Una mujer que se sienta frente a la ventana y escribe, palabra tras palabra, con calma. Una mujer feliz. Esa mujer no le grita a su hijo pequeño porque derramó el jugo sobre la alfombra.
La mujer que yo soy en este momento, seguramente lo haría, si tuviera hijos.
En ese instante algo estuvo claro, y era que necesitaba escribir, por una parte, y necesitaba tomarme la vida de otra forma, por otra. No se trata de que no quiera estudiar nunca más, pero la vida no es una carrera de obstáculos. Y si uno piensa que tiene dos meses en el posgrado, y que terminarlo le tomará alrededor de tres años (y que, por lo visto, serán tres años sin escribir), y siente ganas de llorar, es evidente que algo no anda bien.
De modo que éste es un largo, introspectivo y personalísimo post para explicar por qué decidí abandonar el posgrado, luego de sólo dos meses y medio en clases, y a pesar de haber pagado el semestre con el sudor de mis falanges. Que podría resumirse a decir que lo abandoné porque no era feliz haciéndolo, pero la parte de divagar al respecto era más divertida.
Además, quién quita que todo este sinsentido le sirva a alguien que se esté dejando la vida en algún lugar donde no quiere estar.

(Ah, claro, y por eso fue este post).

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